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andrés monares

Joaquín Lenín

Joaquín Lenín

Partamos dejando en claro que el Joaco no es santo de mi devoción. Y a pesar de ser un personaje que cuesta tomarse en serio por sus curiosas ocurrencias, no es la idea que los árboles no dejen ver el bosque.

¿Qué bosque dirá Ud.? Que fue funcionario de la dictadura cívico-militar, o sea, en las palabras del propio Piñera, fue parte de los “cómplices pasivos”. Que violó la ley de la propia dictadura sobre la prohibición del lucro en educación cuando retiró utilidades de la Universidad del Desarrollo. Que no pocos de sus proyectos son ridículos (y hay que reconocer que él mismo lo ha aceptado en algunos casos). Que su accionar como alcalde de Las Condes ha implicado una extrema exposición mediática sospechosa cuando no risible: acude a las más nimias situaciones vecinales siempre acompañado de un equipo audiovisual. Y, finalmente, que ya habría comenzado su campaña presidencial.

Insisto, el Joaco no es santo de mi devoción.

Sin embargo, a estas alturas en que ya se derramó mucha tinta sobre el tema de su proyecto de “viviendas sociales” en la Rotonda Atenas y se pacificaron los ánimos, me parece adecuado rescatar un punto: puede que, a la larga, Lavín esté poniendo un tema relevante en la derecha.

Más allá de que sean o no viviendas sociales y del supuesto objetivo último de Lavín de intentar llegar a La Moneda una vez más, no dejó de llamar la atención (para mal) que las críticas más ácidas que recibiera hayan venido de las que serían las bases de su “sector”. De quienes se escuchó hasta acusaciones de “populismo”… el viejo y confiable “argumento” de quiénes, justamente, no son capaces de elaborar argumentos.

El compañero Joaquín Lenín, en un loco afán izquierdista y revolucionario, estaría intentando integrar socialmente. Quiere llevar a esos extraños llamados “pobres” (¡que nadie aún sabe a ciencia cierta quiénes son!) con sus dudosas costumbres a los barrios de la gente “bien”… quienes en realidad, con la magra distribución del ingreso en el país, hace rato que no son gente bien-bien. Aparte de los evidentes problemas de convivencia y de delincuencia que este radical proyecto marxista-lavinista implicará, lo más catastrófico que sucedería es que los precios de las propiedades de las personas decentes bajarían. Sí, la integración, por casi ínfima que sea dada las características del proyecto, es incluso un mal negocio.

Todo ese escándalo nos recordó que la moralidad clasista del siglo XIX sigue con nosotros. Todavía en Chile las promesas de igualdad y dignidad universal de la Modernidad no son para todos los grupos sociales. Esa gente que a priori rechaza al “pobre”, nunca se preguntó qué sociedad construimos para temerle tanto a otros chilenos diferentes; y, si estos fueran realmente personas peligrosas y malvivientes, qué sociedad construimos donde los “pobres” son así.

Entonces, fuera del triste espectáculo de los “cacerolazos” contra los potenciales beneficiarios del programa de “viviendas sociales” y las críticas contra Lavín desde los vecinos derechistas, me parece importante que, como dije antes, el alcalde pudiera estar poniendo un tema en su sector.

Sí, sí sé que es algo mínimo para una mentalidad normal. ¿Qué gracia hay en sostener que todos somos iguales y los barrios deben integrar a los diferentes grupos sociales? Ninguna… salvo en Chile. ¡Ese es el punto!

En nuestro país “indio” es un insulto; las “nanas” deben llevar uniforme y tienen cerrados ciertos espacios de condominios y edificios; la jerarquía social se construye en base al color de piel; las opiniones fascistas, racistas o clasistas son legítimas y deben estar protegidas por la libertad de expresión... Bueno, en esta isla ideológica que es Chile, la igualdad es una especie de anatema en general; y para parte importante de los votantes de derecha de las clases acomodadas, un asunto que sus partidos deben combatir. Lucha que se tendría que dar incluso en el caso de un proyecto inmobiliario donde la integración social es cuantitativamente insignificante.

Así, más allá de la opinión que uno pueda tener de Lavín, me parece que a la larga no es menor que pueda dejar sentado que la mínima decencia no está ajena a la derecha. Que dicho sector político-cultural debe de una vez salir de las cavernas y superar sus miedos atávicos a los ateos, al sexo, a los inmigrantes (siempre que sean negros y pobres), la integración, los jóvenes que no van a misa, la homosexualidad y la transexualidad, los pobres, al feminismo y la izquierda (dos etiquetas muy generales bajo las que subyacen muchos y diversos grupos) y tantos otros temores que los torturan.

Ya está bueno de esta derecha reaccionaria, en el más pleno sentido del término; una que construyó una cultura que no ve lo colectivo o rechaza pensar más allá de la conveniencia individual. ¡Queremos una derecha democrática y realmente liberal! De hecho, una democracia pluralista lo necesita.

Es el propio sector el que debe terminar de una vez con el engendro moralmente conservador, liberal en lo económico, filo fascista y con una visión decimonónica de las diferencias entre grupos sociales. En la mayoría de los países democráticos esas tendencias no son sensibilidades diferentes de una coalición, sino partidos diferentes y en pugna. Baste recordar a la fascista Le Pen versus el tecnócrata liberal Macron en Francia.

Francamente me importa un comino que Lavín se esté disfrazando para su campaña presidencial, si a la larga ayuda a que no sea defendible una añeja e inmoral concepción clasista de la sociedad. Este rechazo no es monopolio del “progresismo” o la “izquierda”; más importante todavía: ¡no debe serlo! Esos son valores elementales de una sociedad democrática. Son consensos básicos acerca de los cuales necesitamos un compromiso transversal… al cual, de una vez por todas, debe sumarse la derecha democrática.

¿Podrá ser Lavín el condutor de la máquina del tiempo que traiga a la derecha desde las cavernas antediluvianas al siglo XXI?

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