Un cuento humanista
La tensión estaba por estallar en Alejandría, se podía oler en el aire. Hace ya tiempo que un pequeño grupo de cristianos venían vociferando por terminar con la Academia de la ciudad y su biblioteca: la sabiduría pagana estaba contra la religión, decían. Para ellos las cosas eran sencillas: la fe y los dogmas dan lugar a obras. No hacía falta nada más. Menos la palabrería pagana, inútil, oscura, intrincada y exageradamente sutil.
Tal como siglos más tarde emergería un oscurantismo cientificista y tecnocrático poseedor de verdades indiscutibles, en la antigua Alejandría esa pobre visión del cristianismo haría lo que fuera por imponerse. Y lo hizo.
No eran muchos aquellos cristianos recalcitrantes, pero tenían el poder suficiente para amedrentar a la Academia, ponerles el pie encima y hacer que se cumpliera su afiebrada voluntad. Todos sabían en la ciudad que eso bastaba… menos los propios académicos.
Y a pesar de que la suerte estaba echada, los académicos estaban dispuestos a dar la cara y pelear. Una contienda al modo que ellos la entendían eso sí. Se reunieron una y mil veces fraguando estrategias, discutiendo posibilidades y argumentos retóricos para salvar las luces de la razón de la oscuridad y violencia de la ignorancia. Finalmente, eligieron el campo de batalla y sus armas: organizarían un gran debate y escribirían un discurso en prosa… Se aclara esto último, pues el debate acerca de si el discurso debía ser en prosa o en algún tipo de hermosa métrica fue larga y, en no pocos momentos, muy acalorada.
De tal modo, llegó el día del gran debate en el patio de la biblioteca de la Academia de Alejandría. Se había decidido, no sin dificultad y días de profundas reflexiones e intercambio de ideas, que la lectura del discurso antecedería a la discusión entre dos respetables maestros de la Academia designados para tal efecto y los dos líderes del grupo de aguerridos cristianos.
El patio de la Biblioteca estaba impecable, con taburetes dispuestos en semicírculo. Los dos respetables maestros figuraban gallardos sentados adelante, de cara al público, y en frente, en las bancas, los profesores y estudiantes figuraban en orden de jerarquía. Tal seleccionado público miraba orgulloso a sus campeones, a la par que confiados en el peso de los argumentos de aquellos dos sabios hábilmente esgrimirían. Todos conocían cómo aquellos maestros mezclaban la sutileza y la belleza en sus alocuciones. Así defendidos, ¿qué podía pasarles? Nadie dudaba de la segura derrota de los rústicos cristianos.
Sin embargo, llegó la hora indicada y los contendores no aparecían. Hubo confusión y no pocos asumieron que los adversarios habían optado por evitarse la segura humillación.
Cuando el tiempo mostró claramente que los defensores de esa oscura y simplona interpretación de la religión no llegarían, un murmullo que iba en aumento interrumpió los abrazos y las felicitaciones entre maestros y estudiantes… Se detuvieron, callaron y aguzaron el oído.
Mas, no alcanzaron a identificar del todo el vocerío, cuando se abrieron de golpe las puertas de la Academia y entraron decenas de cristianos. Venían envalentonados, algunos enfurecidos… y cayeron de inmediato a golpes sobre académicos y jóvenes alumnos. La paliza fue de antología como podrá suponerse, faltaría poesía para poder describirla como se merece. Hombres fuertes, enojados, armados de palos y teas machacando en el suelo a dignísimos portadores de diversos y excelsos conocimientos. La tragedia daba pábulo a la comedia: entre el ruido de los golpes y los alaridos de dolor, se dejaron oír por varios minutos argumentos sutilísimos a favor de las diversas expresiones de la sabiduría, la bondad y la belleza, contra la violencia o explicando la conveniencia de la vida pacífica… Mas, se fueron apagando a medida que el dolor ganaba al discurso académico.
Los palos hicieron lo suyo en los hombres. Las teas por su parte dieron cuenta de los papiros y documentos. Todos ya lo suponían en la ciudad, la suerte siempre había estado echada. No hubo sorpresas ni tampoco remordimiento. Se sabía que el triunfo de los hombres de acción iba a ser total… y lo fue.
El resto de los habitantes de la gran Alejandría vieron a lo lejos la magnífica pira. Incluso, los buenos y pacíficos cristianos, pues claro está que no todos los creyentes estaban por sumir a la ciudad en la dogmática oscuridad de la acción irreflexiva. No obstante, esa mayoría aguardó impávida el desenlace esperado de aquella desigual contienda. No eran malvados ni nada parecido, sólo estaban ensimismados en la cotidianidad de sus vidas o asumían un final que nada ni nadie hubiera podido cambiar… salvo ellos mismos, pero nunca se lo plantearon.
Cuando se iban apagando las lamentaciones y el rumor de las últimas llamas, me desperté sobresaltado. ¡Era tardísimo! Corrí a la ducha, al punto de ni percatarme del leve olor a quemado que aún se dejaba sentir en la habitación.
Mientras me jabonaba, no dejaba de sonreír por las ridículas ocurrencias de aquellos inocentes humanistas: organizar un debate y escribir panfletos con argumentaciones para detener a las hordas de bárbaros cristianos, a los hombres de acción. ¡Lo que faltaba es que alguno escribiera un relato breve!
Salí como una tromba a la calle, pues no quería llegar tarde a dar mi clase humanista a los futuros ingenieros y científicos.
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