A propósito del dictador... ¿cómo andamos por casa?
La muerte de Hugo Chávez desató en los medios y redes sociales del país, un torbellino de opiniones respecto a su condición de “dictador”. Parece comprensible si, al contrario de Venezuela, Chile es reconocido por su ejemplar transición política, la cual dio lugar a un sistema democrático sólido y estable. Sin embargo, tal vez sea bueno hacer un recorrido por algunas condiciones y situaciones nacionales para, de ese modo, constatar si en realidad pasamos la prueba de la blancura democrática.
Para empezar, revisemos el caso de la Constitución. A más de veinte años de terminada la dictadura, seguimos regidos por la Constitución-traje a la medida elaborada para Pinochet y el modelo neoliberal. La “reforma” de Lagos no la varió en su fondo y además tampoco surgió de un proceso constituyente democrático (de hecho, ninguna Constitución chilena ha tenido ese origen). A este respecto, recuérdese el rechazo consensual a la idea de una Asamblea Constituyente desde la extrema derecha hasta la “izquierda” de la Concertación: las vergonzosas declaraciones de Lagos y Escalona sobre el tema son coincidentes con las de la UDI.
Por otro lado, la democracia chilena tiene un marcado carácter presidencialista. Esto hace que la legislatura dependa del Ejecutivo, quien además tiene derecho a veto, convirtiendo al Congreso en una especie de buzón condenado a bailar al ritmo de La Moneda. Así, la pretendida representación de sus votantes que los congresistas encarnarían, si ya es muy cuestionable, se desdibuja todavía más. Las “buenas” formas, en realidad la hipocresía de la clase política que mantiene el baile de máscaras, hace que ese “autoritarismo” presidencialista pase en general desapercibido para la ciudadanía.
Luego, recordemos el sistema binominal: un chanchullo estadístico que hace empatar a quien en realidad perdió. Con ello se altera sin pudor la voluntad popular y se construyen de modo artificial dos fuerzas “mayoritarias”, las que dejan sin representación a los partidos medianos y pequeños ajenos a esas coaliciones. Las que además, a estas alturas, no representan a nadie... del pueblo claro está.
Y no hablo por el escaso número de militantes. Aparte de ello, considérense tres hitos de traición a la voluntad popular mayoritaria: juicio a Pinochet, divorcio y educación gratuita. Cuando las encuestas evidenciaron el gran apoyo a dichos tópicos, la clase política se hizo la sorda y miró hacia el lado. Las encuestas son válidas sólo cuando están en concordancia con la voluntad de esa élite (la cual, se sabe, coincide con los deseos de la verdadera élite: la económica).
Esa casi nula representación popular se ve, por si fuera poco, remarcada por la baja cantidad de personas que votan. Ni la ley de inscripción automática-voto voluntario varió la situación. Y esa casi nula representatividad de los políticos y el mal desempeño de sus tareas, es imposible de corregir antes de la siguiente elección: no tenemos nada parecido a un referéndum revocatorio.
Siguiendo con la nula representatividad popular, ha de mencionarse el ingente trabajo que realizó la Concertación a principios de los noventa, para hacer desaparecer a las organizaciones sociales y populares. Se hizo un gran esfuerzo, exitoso al fin y al cabo, por desmantelar la “sociedad civil”: ¡se destruyó la clave y fundamento de una sociedad democrática! Los partidos debían ser las únicas organizaciones representativas del que antes era el “pueblo”. Este pasó a llamarse “gente”, a ser considerado “consumidor” y gobernado como “súbdito”.
La “obra gruesa” de la dictadura se engalanó con las “terminaciones” de la derecha democrática de la Concertación y su cogobierno con la derecha dura. Ello ha permitido una serie de situaciones manifiestamente anti o no democráticas y gravosas para el pueblo chileno.
Por ejemplo, que no se tenga soberanía sobre los recursos naturales. Cuestiones de primerísimo nivel de importancia como el agua y el cobre, no son considerados recursos estratégicos y se mantienen en manos de privados. Y en el caso del cobre, con condiciones escandalosamente beneficiosas para las compañías y perjudiciales para Chile (...lo que hace a nuestros políticos "serios" y "responsables", no traidores a la patria). Por su parte, la educación y la salud no están resguardadas por la Constitución, no son derechos en sí: sólo se establece el derecho al acceso. Asimismo, el modelo neoliberal, resguardado política y legalmente, implica una casi nula redistribución y condena a la inmensa mayoría del país a salarios bajos. Tan bajos que en Chile es más conveniente morirse que enfermarse de gravedad (y a veces no tan gravemente: considérese la media nacional de salario, algo más de $ 400 mil, y lo que cuestan ciertos exámenes médicos, una operación y/o los medicamentos).
Lo anterior sumado a la discriminación hiperpositiva a favor de los ricos y las grandes empresas, da lugar a situaciones surrealistas como que el impuesto a la bencina lo solvente el 20 % de las personas mientras las empresas están exentas de pago, que se le condonen millonarias deudas tributarias a grandes firmas mientras se multa a la PYMES, que la ciudadanía pague proporcionalmente más impuestos que una gran compañía, etc. Por si fuera poco, como se dice popularmente, en Chile un pobre va a la cárcel por robar una gallina y un rico queda libre si estafa millones... o a lo más con medidas cautelares.
Pero, nuestro singular sistema democrático, también se manifiesta en el atropello institucionalizado y legal a otros derechos. Todavía existen tribunales militares que enjuician civiles y esos mismos tribunales funcionan también para los uniformados, quienes así “evaden” la justicia civil. Es decir, hay dos tipos de justicia, para dos tipos de ciudadanos. Y ya se sabe cómo juzga la (in)justicia militar a sus, en verdad, defendidos. Asimismo, esa desigualdad se manifiesta en la existencia de lugares de detención específicos y de cárceles especiales para uniformados, obviamente, muy por encima del estándar del país. En Chile, por ley, no existe igualdad ante la ley.
Esa desigualdad ante la ley y el evidente resguardo que nuestra democracia da a ciertos grupos y personas, se puede ver en la desenfadada protección a Pinochet por sus estafas (caso “Pinocheques”) o en Londres. O en la instauración de la impunidad a través de medidas como la tomada por Lagos al prohibir ¡por 50 años! que se conozcan los nombres de los torturadores señalados en el Informe Valech... ante el silencio cómplice de los poderes Judical y Legislativo. La otra cara de la moneda es la criminalización y represión de los movimientos sociales y de las manifestaciones reivindicativas: mapuches, estudiantes, Aysén, Freirina... ¡Si aun se aplica la Ley antiterrorista de la dictadura!
Todo lo anterior difícilmente podría considerarse fruto de un ejemplar sistema democrático, sin el apoyo de los medios de comunicación. Recuérdese que dos grupos, Copesa y El Mercurio, controlan un 80% de la prensa escrita del país: oligopolio que establece un monopolio ideológico neoliberal. En cuanto a la televisión, es evidente que el monopolio ideológico se mantiene más allá de las diferencias de propiedad. Es decir, formalmente existe libertad de prensa, pero no en los hechos. En Chile brilla por su ausencia el cuarto poder, parte fundamental de una democracia. La prensa está domesticada: se dedica a lo superficial, la parcialidad y la mentira o, al menos, a la omisión grosera. No es exagerado hablar de medios de propaganda o de desinformación masiva: no hay que ser en especial suspicaz para corroborar su compromiso con el modelo.
En vista de esta exposición para nada exhaustiva, con razón Estados Unidos, el FMI o el Banco Mundial nos engatusan con zalamerías acerca de nuestra democracia modelo. Para Chile aplica plenamente el dicho: “Díganle al tonto que tiene fuerza...”. Los cumplidos harán que el vanidoso tonto continúe denostando al “dictador”, convencido de lo ejemplar de su propia democracia... No se le puede pedir mucho a un tonto, henchido de vanidad y que, por si fuera poco, tiene una viga en su ojo.
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