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andrés monares

Feminismo sí, esencialismo no

Feminismo sí, esencialismo no

Hace unos días leí en el muro del “féis” de una dignísima feminista conocida mía, la siguiente cita de la Nobel de Literatura bielorrusa Svetlana Alexijevich: “A diferencia de los hombres, las mujeres nunca hablan de la guerra como una proeza”. Luego de tomarle el peso a tamaña afirmación, me pregunté qué pasaría si algún varón publicara en su muro una generalización del tipo: “A diferencia de las mujeres, los hombres nunca hablan de casarse como una proeza”... Creo que lo sabemos, ¿no? Escarnio público por sexista y patriarcal.

Sin embargo, lo que hoy no aceptaría una parte de la opinión pública en el caso de un varón sí se viene permitiendo para una mujer, en un ambiente donde cada vez con mayor eco se están reconociendo y denunciando las estructuras patriarcales de nuestra sociedad. Esa conciencia feminista transversal “hace la vista gorda” o ni siquiera es consciente de lo que en realidad es una postura ideológica en el peor sentido del término. Precisamente, ese es el caso de Svetlana Alexijevich y su lamentable, cuando no empírica o muestralmente errónea, generalización de los géneros masculino y femenino. Que para empezar ignora a los hombres pacifistas y niega como un a priori la posibilidad de mujeres que enaltezcan lo bélico... Y ya se sabe que de ambos tipos hay por montones.[1]

Desde la antropología es completamente entendible que grupos subalternos y/o dominados desarrollen como forma de identidad y resistencia, conceptos e imaginarios en que se autovaloran y no pocas veces se sobrevaloran (incluso hasta una especie de megalomanía colectiva). Tal fenómeno no necesariamente se transforma o expresa en esencialismo: no siempre toma cuerpo en el convencimiento de que existe una esencia inmutable distintiva del propio grupo. Junto con identificarlo, aquella lo diferencia de los demás grupos que, al no poseer tal excelsa esencia, son inferiores.

Pero, obviamente sí hay múltiples ejemplos de que el esencialismo conlleva una concepción negativa de los otros. Tal vez el caso más recordado sea el nazismo y sus patrañas acerca de las bondades de la raza aria. Mas, están asimismo los diversos pueblos elegidos por alguna veleidosa divinidad, peregrina idea sobre la cual sostienen su singularidad y hasta sus derechos suprahumanos sobre el resto de los pueblos inferiores: desde los aztecas a los estadounidenses y los judíos sionistas actuales. Por otra parte, se pueden citar ideologías que mitificaron a diversos grupos humanos: el marxismo al proletariado, el liberalismo a la burguesía, el economicismo al empresariado, el fascismo a los militares. En todos ellos se identifica un esencialismo ontológico, en todos ellos se ensalza un singular “ser” metafísico que se expresa en un talante o carácter particular explicativo de su conducta y destino superior.

En el ámbito de la discusión pública que afortunadamente se ha abierto a los temas de género, de forma lamentable ha cundido en algunos espacios una especie de versión popularizada del feminismo (o, por así decirlo, un feminismo de sobremesa) que limita el campo del enfoque de género sólo a la mujer e ignora la condición sociocultural a la que de hecho hace referencia el concepto “género”: la indesmentible cuestión de que “ser” hombre o mujer se construye, reproduce y sostiene socioculturalmente. Quienes se hacen parte de esa versión deslavada y poco intelectual (y hasta me atrevería a decir incluso anti intelectual) del feminismo, hablan desde un maniqueísmo ramplón y beligerante de “los hombres” y de “las mujeres”. Transformando, por ejemplo, el concepto “patriarcal” en un adjetivo (des)calificativo-argumento, símil al “burgués” para el encapuchado o “comunista” para el fan de Pinochet.

Esa burda generalización por una parte es irreal al no considerar cuestiones tan fundamentales como la cultura, los aspectos sociales y la historia; y por otra, es errónea al ser fruto de inducciones de pésima calidad y, ¡peor aún!, de un abierto carácter sexista o biologicista… Lo cual traiciona, se insiste, el aspecto central del enfoque de género: reconocer que las categorías de “hombre” y “mujer” son una construcción sociocultural dinámica y para nada esencial ni inmutable.

La feliz y auspiciosa masificación del feminismo como propuesta política de igualdad de géneros y como instrumental de análisis de las estructuras patriarcales, seguirá siendo acompañada por la expresión de lo que hemos llamado una versión popularizada y simplificada de la propuesta política y del instrumental analítico. Lo mismo ha ocurrido con otros tantos sistemas de ideas. Por supuesto que ello no es culpa del feminismo en sí, ni de sus intelectuales o seguidoras/es serias/os.[2]

No obstante, aparte de lo que aquí se reconoce como problemas metodológicos e ideológicos del esencialismo, el peligro además es su posible derivación hacia uno de sus tristes derroteros: la denostación y/o negación del otro. Que aunque a más de alguien pueda parecerle exagerado (…y patriarcal por supuesto), se trata de una expresión filofascista. En este caso, la aceptación de la creencia de que los hombres y lo masculino se relacionan a ideas y patrones negativos, y las mujeres y lo femenino a ideas y patrones positivos. Desde tal “seguridad” se sabe que cualquier mujer que muestre conductas negativas es porque sigue patrones patriarcales; sea la neoliberal Margaret Thatcher, la torturadora de la DINA Ingrid Olderock, la fascista ministra de Justicia de Israel Ayelet Shaked o la estafadora de los “quesitos” Madame Gil. Si una mujer no se da cuenta de la “evidencia” de tal conclusión, es porque está atada a las estructuras de pensamiento patriarcal. En resumen, un “argumento” total y sin escape posible, el cual puede graficarse como tirar una moneda al aire donde si sale cara gano yo y si sale sello pierdes tú.

Desde esa postura inquisitorial surge, por ejemplo, la mirada que transforma una propuesta ideológica en hecho histórico. Por así decirlo, se convierte al “buen salvaje” del “estado de naturaleza” en la “buena mujer” de la “sociedad matríztica”. Obviamente, se asume como hecho cierto de que tal sociedad no solo existió (¡incluso que fue la cultura de toda la especie humana en algún período ancestral!), sino que además en ella imperaba “lo femenino”: cooperación, paz, reciprocidad, igualdad, etc. Lo que vino a ser destruido por el patriarcado que impuso “lo masculino”: competencia, guerra, individualismo, desigualdad, etc.

Ante dicho voluntarismo, se puede traer a colación una sociedad que sí existió y de la cual sí se tienen datos: los algonquinos que habitaron hacia el siglo XIV la bahía de Chesapeake, en la costa atlántica del actual Estados Unidos. Una sociedad matrilineal (el parentesco seguía la línea materna), en la cual las jefaturas no pocas veces eran ejercidas por mujeres, quienes no solo gozaban de plena igualdad con los varones, sino además de un alto estatus que dejaba su impronta en el grupo… Curiosamente, esta que a todas luces se podría creer fue un claro ejemplo matríztico, era en realidad una sociedad guerrera que practicaba la tortura y la pena de muerte con especial saña: rompían las piernas del criminal y lo arrojaban vivo a una hoguera.

Terminamos volviendo a celebrar la fuerza que ha tomado el feminismo como propuesta política y herramienta de análisis. Esperando que por cierto este enfoque en su vertiente seria y alejada de esencialismos coopere a liberar a las mujeres… a los hombres y a los otros géneros que también están dado su pelea por el reconocimiento, la no discriminación y la igualdad.



[1] En el caso de mujeres que sí hablan de la guerra como una proeza, basta ver las redes sociales de las soldados estadounidenses o del ejército de ocupación israelí; y aunque en otra nota, también se pueden considerar a las combatientes kurdas contra los criminales del ISIS.

[2] Tal como no es culpa de Marx o Adam Smith las opiniones y actos de algunos de quienes se dicen sus fieles seguidores.

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